lunes, 7 de junio de 2004

Conservadores y revolucionarios

Lalo y otros sociólogos han observado que los niños, por ejemplo son en general conservadores en lo que al arte se refiere. El guiñol y los títeres perpetúan los personajes de la antigua comedia italiana; las fábulas y los cuentos son vestigios de antiguos mitos; sus juegos son antiquísimos y universales (un niño del Tibet juega con las mismas piedrecitas y las mismas reglas que el chico argentino que en mi infancia jugaba al "inenti"), instrumentos antiguos como la cerbatana la honda o el arco siguen manteniendo su prestigio al lado de las ametralladoras; su música conserva arcaicos instrumentos, como el tambor y la matraca.

También son conservadores, aunque por otros motivos, los viejos, los hombres de campo y los grupos religiosos; razón por la cual nuestros sacerdotes siguen vistiendo como en la Edad Media y la inmensa mayoría de nuestras iglesias siguen haciéndose en estilo románico o gótico.

Son en cambio revolucionarios los adolescentes, los jóvenes, ciertos tipos de adultos (neuróticos, resentidos, inadaptados, inquietos, pobres).

Ernersto Sabato. El escritor y sus fantasmas.

martes, 1 de junio de 2004

La chistera de Monzó

Monzó coge nombres al azar para sus personajes, pero más normal es que no les ponga nombre y los llame por su profesión, por aquello que sabe que vamos a recordar, igual que los bares que acaban por ponerse el nombre que todos usan, o libros como “El último libro de Sergi Pamies”. ¿Para qué inventarle un título si la gente no lo va a recordar y lo va a llamar así? Ese es el tipo de complicidad que Monzó se gasta con el lector por eso, a veces llama grmpz a uno y otras tres letras que le salen del teclado al otro. Porque es lo de menos, porque se los está inventando y en cierto modo le apetece que nos demos cuenta.

Monzó es un narrador nato que sabe tenernos en vilo con sus relatos. El lector se ve arrastrado hacia el final con una fuerza arrolladora. Pero una vez llevado al final, Monzó se da cuenta de que no puede culminar su cuento. Una vez puesto en el dilema, o al borde del precipicio, Monzó sabe que todos los caminos están trillados, ofrecer un final convencional, ofrecer una sorpresa. Por eso Monzó no suele acabar sus cuentos, o los acaba de ese modo tan chocante. Después de sembrar en nosotros una duda nos deja con ella en la cabeza, nos pasa la bola. Si creemos que va a tener un final previsible o inesperado es cosa nuestra. Él nos ha llevado hasta allí y ya ha hecho el viaje. No se va a jugar su fama de prestidigitador sacando siempre el mismo conejo ni tampoco va a aburrir al publico con una chistera del montón, así que cierra el espectáculo y el lector tiene aún más ganas de leer el siguiente cuento.

Quim Monzó. Guadalajara.
Quim Monzó. El porqué de las cosas.