«Así sobrevivió Baroja en los años ávidos y oscuros de la posguerra, habiendo abdicado de cualquier atisbo de ideología para defender un ideal ético estrictamente individual, suspendido en una especie de incerteza ética que sólo se justificaba por su senescencia, cada vez más irreal, una figura del pasado, un puente medio roto hacia otros tiempos duros pero más esperanzados, ahora reducidos a escombros.
Había sido un león de tertulia y letra impresa y ahora sólo era un viejecito caprichoso, de quien ya no intere- saban las opiniones atrabiliarias, sino las curiosidades.
No tenía vicios, aunque le gustaba el vino, fumar un cigarrillo de cuando en cuando y tomarse un whisky. Era muy goloso. Escribía todas las mañanas, paseaba por las tardes y leía hasta la madrugada. Le gustaban los gatos. y seguía publicando un promedio de dos libros al año.»
En el último capítulo de la obra, Mendoza revisa su versión inicial sobre el descuido de Baroja.
«Pero el hecho cierto es que Baroja, por decisión o por hacer de la necesidad virtud, entró a saco en el lenguaje literario de su tiempo y lo transformó de un modo tan radical que hoy en día el estilo barojiano nos parece perfectamente natural, y a quien lo inventó se le tacha de descuidado.
»Por su puesto, en su época pocos veían en la escritura de Broja un estilo. Los más pensaban que no tenía ningún estilo, y unos pocos, que escribía como un salvaje.»
En la última página del libro, Mendoza no esquiva la tentación de dar una moraleja, un sentido a todas las reflexiones que ha formulado. Una tentación, por cierto, a la que Baroja también era proclive.
«Porque lo que Baroja vio o intuyó fue que los lectores que leían sus novelas no eran los mismos lectores que varias décadas atrás habían leído a su admirado Dickens. Los lectores de Baroja, conscientemente o no, esto poco importa, no seguían las peripecias de Aviraneta como sus antecesores habían seguido las peripecias de Oliver Twist. Lo que ahora seguían los lectores era a Pío Baroja relatando las peripecias de Aviraneta. De este modo, Baroja estableció un pacto tácito con sus lectores, en virtud del cual éstos aceptaban, saboreaban y casi exigían los defectos obvios de Baroja: los arranques titubeantes de las novelas, las digresiones, las vías muertas, las idas y venidas de los personajes de ninguna parte a ninguna parte, en suma, una narración pura para la que las dotes naturales de Baroja no tenían rival. A cambio de esto, Baroja había de ser siempre el mismo, no sólo en los escritos, sino en la vida: el personaje de Baroja que en algún momento, sin saber muy bien cómo, él mismo había creado: Baroja-persona sólo era Baroja-escritor: un hombre huraño, prematuramente avejentado, irresoluto y confuso ante todo lo que no fuera la aventura de inventar y escribir: un hombre sin familia, casi inexistente, sin otra personalidad que la que los demás quisieran otorgarle: el anarquista, el fascista, el novelista famoso, el inofensivo tertuliano, el hombre malo de Itzea.»