jueves, 29 de octubre de 2009

Dormir fuera

Era la cuarta vez que Emma dormía en un lugar desconocido. La primera vez había sido el día que entró en el convento; la segunda cuando llegó Tostes; la tercera en La Vaubyessard, y la cuarta ahora; y cada una había coincidido con el comienzo de una nueva fase en su vida. No creía que las mismas cosas pudieran repetirse en sitios diferentes, y teniendo en cuenta que lo hasta entonces vivido había sido malo, era lógico pensar que lo que le quedaba por vivir sería mejor.

Gustave Flaubert. "Madame Bovary".

lunes, 26 de octubre de 2009

El cerrajero



Cuando corté con Marisol llamé al cerrajero. Podía haberle pedido a ella la llave, claro, pero qué sé yo. Me resultaba tan desagradable todo aquello después de tantos años, que decidí cambiar la cerradura. El cerrajero se llamaba Primitivo, igual que mi padre.

—Pero esta cerradura está bien —decía, y abría y cerraba una y otra vez para demostrármelo.

—Ya lo sé —le respondí secamente. No quería darle explicaciones.

—¿Qué? ¿hemos roto con la parienta?

—Algo así —dije.

—Bueno, a rey muerto, rey puesto —dijo con sorna, mientras daba con el martillo golpecitos en el bombín—. Esta que le voy a poner le va a durar años, ahora, lo del corazón ya no sé si se arregla tan fácil.

Era un cerrajero guasón, aquel Primitivo. A mi me hacía gracia esa mezcla de cerrajero y psicoanalista, porque además yo llevaba muy bien lo de la ruptura con Marisol. Casi podría decir que me quité un peso de encima cuando se acabó todo. Habíamos llegado a un punto en el que no merecía la pena seguir y yo se lo dije bien claro.

El cerrajero me extendió un recibo para que lo firmara con la cantidad que le debía y yo me fui a la calle a respirar aire fresco. Intenté zafarme del portero, pero no lo conseguí. El portero nuevo, Marco, era el hijo del presidente de la comunidad. Tenía un buen trabajo conduciendo un furgón de seguridad pero perdió los puntos en un accidente y se quedó sin carnet durante nueve meses. El padre se las ingenió para que los vecinos lo contrataran en sustitución del anterior portero que acababa de jubilarse. El hijo del presidente se aburría como una ostra allí solo y se enganchaba a ti como un chicle en el zapato, que no te podías despegar, cada vez que decías buenos días. Si encima decías algo sobre el tiempo que hacía, entonces ya no acababa nunca.

♦ ♦ ♦

Pero todo eso fue hace más de un año. La semana pasada yo subía la escalera con el alma hecha trizas porque Susana acaba de dejarme. Yo no sabía como encajar aquello. A la altura del primero me encontré con Marco, el antiguo portero, que bajaba de visitar a su padre, el presidente de la finca. Marco ya no trabajaba con nosotros. Los nueve meses de la sentencia pasaron deprisa, y se las arregló para que fuera la comunidad quien le despidiera. Tuvo una bronca con el administrador y le echó la culpa a varios vecinos de acusarle de no sé qué. Los unos y los otros me contaron a su manera lo que había ocurrido, pero, si digo la verdad, no entendí ninguna de las dos versiones. Lo que siempre me resultó sospechoso fue que la fecha de su despido coincidiera con el día en que le devolvían el carnet de conducir.

—Hola, ¿Qué tal? —me saludó el antiguo portero—. Hace mucho que no te veo.

—Ya ves. Mal. Me va mal —le dije.

—¿Mal? No me digas —él iba hablando sin dejar de caminar y al poco lo vi perderse por el rellano—. Pues un día me lo cuentas. Me voy que tengo a la niña en casa.

No esperaba más del antiguo portero. Aunque empezamos a hacer un poco de amistad el último mes de su trabajo, y ya para entonces me quedaba largos ratos hablando con él en el hall, siempre sentí que hablaba conmigo para matar el tiempo. Teníamos muy poco en común, aparte de aquel lugar de paso con la mesa y la banca donde él se aburría, y por donde yo tenía que pasar cada vez que entraba a mi casa.

Al abrir la puerta oí el telefonillo. El cerrajero no tardó nada en subir. Era un hombre serio con cara de funcionario que dejó el malentín de las herramientas en mi recibidor sin levantar la cabeza. Se puso a trabajar ensimismado y a dar golpecitos al bombín con su martillo y no hizo ningún comentario. Yo me moría porque alguien, cualquier desconocido, se riera de mí y de mi penosa situación. Otra vez me encontraba cambiando de cerradura y de vida, perdiéndolo todo y volviendo a empezar de cero. Yo hubiera dado cualquier cosa por tener de nuevo al cerrajero locuaz de la última vez. Entonces me acordé de que se llamaba como mi padre, Primitivo.

—Oiga, y ¿qué sabe de Primitivo? ¿Sigue trabajando con ustedes? Es que me arregló la puerta el año pasado.

—¿Primitivo? Pues claro que sigue trabajando con nosotros, igual que siempre. Primitivo soy yo. Ya se ha olvidado usted de que yo le hice este trabajo el año pasado ¿no?

Ya lo tenía todo acabado. Recogió sus herramientas, me extendió un recibo para que lo firmara y me cobró el trabajo. Luego se fue sin decir nada.