miércoles, 14 de julio de 2010

Unos días antes


El viajero está echado, boca arriba, sobre una chaise-longue forrada de cretona. Mira, distraídamente, para el techo y deja volar libre la imaginación, que salta, como una torpe mariposa moribunda, rozando, en leves golpes, las paredes, los muebles, la lámpara encendida. Está cansado y nota un alivio grande dejando caer las piernas, como marionetas, en la primer postura que quieran encontrar.

El viajero es un hombre joven, alto, delgado. Está en mangas de camisa fumando un cigarrillo. Lleva ya varias horas sin hablar, varias horas que no tiene con quién hablar. De cuando en cuando bebe un sorbo —ni pequeño ni grande— de whisky o silba, por lo bajo, alguna cancioncilla.

En la casa todo es silencio; la familia del viajero duerme. En la calle sólo algún taxi errabundo rompe, muy de tarde en tarde, la piadosa intimidad de los serenos.

La habitación está revuelta. Sobre la mesa, cientos de cuartillas en desorden dan fe de muchas horas de trabajo. Extendidos sobre el suelo, clavados con chinchetas a las paredes, diez, doce, catorce mapas con notas y acotaciones en tinta, con fuertes trazos de lápiz rojo, con blancas banderitas sujetas con alfileres.

—Después, nada de esto sirve nunca para nada. ¡Siempre pasa igual!

A caballo de una silla duerme la chaqueta de dura pana. En la alfombra, al lado de un montón de novelas, descansan las remachadas botas de andar. Una cantimplora nueva espera su carga de espeso y saludable vino tinto. Suena en el noble, en el viejo reloj de nogal, la última campanada de una alta hora de la noche.

El viajero se levanta, pasea la habitación, pone derecho un cuadro, empuja un libro, huele unas flores. Ante un mapa de la península se para, ambas manos en los bolsillos del pantalón, las cejas casi imperceptiblemente fruncidas.

El viajero habla despacio, muy despacio, consigo mismo, en voz baja y casi como si quisiera disimular.

—Sí, la Alcarria. Debe ser un buen sitio para andar, un buen país. Luego, ya veremos; a lo mejor no salgo más; depende.

El viajero enciende otro cigarrillo —a poco más se quema el dedo con el mixto—, se sirve otro whisky.

—La Alcarria de Guadalajara. La de Cuenca, ya no; por Cuenca puede que ande el pinar; o la Mancha, ¡quién sabe!, con sus lentos caminos.

El viajero hace un gesto con la boca.

—Y tampoco importa que me salga un poco, si me salgo. Después de todo, ¿qué más da? Nadie me obliga a nada; nadie me dice: métase por aquí, suba por allí, camine aquel ribazo, esta laderilla, esta otra vaguada tierna y de buen andar.

El viajero revuelve entre los papeles de la mesa buscando un doble decímetro. Lo encuentra, se acerca de nuevo a la pared y, con el pitillo en la boca y el entrecejo arrugado para que no se le llenen los ojos de humo, pasea la regla sobre el mapa.

—Etapas ni cortas ni largas, es el secreto. Una legua y una hora de descanso, otra legua y otra hora, y así hasta el final. Veinte o veinticinco kilómetros al día ya es una buena marcha; es pasarse las mañanas en el camino. Después, sobre el terreno, todos estos proyectos son papel mojado y las cosas salen, como pasa siempre, por donde pueden.

Busca unas notas, consulta un cuadernillo, hojea una vieja geografía, extiende sobre la mesa un plano de la región.

—Sí; sin duda alguna, las regiones naturales. Los ríos unen y las montañas separan, es la vieja sabiduría; no hay otra división que valga.

El viajero se distrae un instante y toma, de la estantería, el primer libro que alcanza: la Historia de Galicia, de don Manuel Murguía, encuadernado en rojo cartoné ya desvaído por el tiempo. No lo necesita para nada; en realidad, lo coge sin darse cuenta.

—Es gracioso este libro..., es un libro lleno de paciencia.

El viajero está medio dormido y da un par de cabezadas mientras pasa las hojas. Se despierta de nuevo del todo, cuando lee al pie de una lámina: Cromlech que existe en Pontes de García Rodríguez. Lo devuelve a su sitio y piensa que, realmente, tiene los libros bastante mal ordenados. La Historia de Galicia queda entre una Fisiología e Higiene, del bachillerato, y el The sun aiso rises, de Hemingway.

El viajero vuelve ante el mapa.

—Las ciudades las bordearé, como los buhoneros y los gitanos, igual que el jabalí y el gato garduño.

Se rasca una ceja y arruga la frente. El viajero no está muy convencido.

—O no, no las bordearé. Las ciudades hay que cruzarlas, a media tarde, cuando las señoritas salen a pasear un rato, antes del rosario.

El viajero sonríe. Tiene los ojos semicerrados, como de estar soñando.

—Bueno, ya veremos.

Se queda un rato en silencio, pensando muy confuso, muy precipitadamente. Es ya muy tarde.

—¡Qué barbaridad!

El viajero —que se cansa de golpe, igual que un pájaro herido— piensa, al final, que ya sólo falta empezar, que quizás esté dándole demasiadas vueltas en la cabeza a un viaje que se quiere hacer un poco a rumbo, un poco como el fuego en una era: a la buena de Dios y a la que salga.

De la misma botella bebe el último trago.

—No. Estas son las cuentas de la lechera; lo mejor será coger el macuto y echarse a andar.

Se desnuda, desdobla la manta de pelo, apaga la luz y se echa a dormir sobre la chaise-longue forrada de cretona.

Fuera se oye el distante golpear del chuzo contra la acera. Por las rendijas de la persiana se cuela un hilito de claridad. Pasan lentos, entumecidos, los carros de los primeros traperos. El viajero se ha dormido al tiempo de nacer el día como un pollo que sale, un poco avergonzadamente, del derrotado y tibio cascarón.

Camilo José Cela. "Viaje a la Alcarria"