martes, 2 de julio de 2019

Fortunata y Jacinta

«En la sociedad madrileña, la más amena del mundo porque ha sabido combinar la cortesía con la confianza, hay algunos Pepes, Manolitos y Pacos que, aun después de haber conquistado la celebridad por diferentes conceptos, continúan nombrados con esta familiaridad democrática que demuestra la llaneza castiza del carácter español. El origen de esto habrá que buscarlo quizá en ternuras domésticas o en hábitos de servidumbre que trascienden sin saber cómo a la vida social. En algunas personas, puede relacionarse el diminutivo con el sino. Hay efectivamente Manueles que nacieron predestinados para ser Manolos toda su vida. Sea lo que quiera, al venturoso hijo de Don Baldomero Santa Cruz y de Doña Bárbara Arnaiz le llamaban Juanito, y Juanito le dicen y le dirán quizá hasta que las canas de él y la muerte de los que le conocieron niño vayan alterando poco a poco la campechana costumbre.»

Benito Pérez Galdós. “Fortunata y Jacinta”. Capítulo 1.

lunes, 1 de julio de 2019

Tardes de invierno

Cuando J estaba en octavo de EGB, don Francisco, un profesor nuevo con bigote, un hombre pequeño con una voz atronadora que traía aire fresco al colegio con vindicaciones de un tal Miguel Hernandez, puso a los alumnos una tarea diferente. Debían hacer un trabajo sobre un poeta del siglo xx.

A falta de unos días para la fecha de entrega, J pidió una semana más. Lacónico y sentencioso, don Francisco respondió sin vacilar y sin equivocarse:

—Tal vez si te hubieras dedicado a hacer tu trabajo en vez de hacer el de los demás, habrías tenido tiempo.

J organizó, seleccionó y resumió el trabajo de Paco Antonio que repetía curso, y el de Amando. Trabajando con los dos compañeros era incapaz de entender por qué no redactaban ellos mismos, y por qué se apuntaban a las tareas menos creativas como copiar letra por letra sin discutir.

—Resumir es decir lo mismo con menos palabras —les decía.

Pero cuando ellos lo intentaban no daban con las frases que podían quitar y con las que eran necesarias.

Para él fue un mes maravilloso. Porque a la soledad de su desván, donde estudiaba en verano y en invierno, venían los dos compañeros de clase y traían cintas de ACDC y de Police. J tenía vinilos de sus hermanos mayores de Cat Stevens y Pink Floyd. Pero, incomprensiblemente para él, aquella música no molaba.

En las tardes de invierno, J pasaba horas con los trabajos de sus compañeros y ellos le hablaban de chicas y de leyendas urbanas. Y por una vez en su vida, J no se sintió infinitamente solo durante las largas tardes del curso.

Todo acaba y cuando Paco Antonio entregó su trabajo no volvió a subir nunca más al desván de J.

—¿Y ya no viene más? —le preguntó Amando.

—No.

—Pues eso no está bien.

Amando tenía un noble sentido de lo que estaba bien y lo que estaba mal e intentó seguir visitando a su “negro” literario. Pero poco a poco los dos fueron liberándolo de la pesada carga que no tenía por qué cumplir. J volvió a quedarse en su desván sintiéndose más vacío que antes. No porque lo viviera como ingratitud, sino porque se sentía así.

—Se han aprovechado de ti —la voz de los adultos resonaba siempre despiadada en su interior.

Y nunca estuvo de acuerdo con aquellas palabras. No se sintió usado. Disfrutó de aquellas tardes con dos amigos que no le prometieron nada. Disfrutó de una alegría infantil, de las bromas de colegas. Casi llegó a captar las ironías y los juegos. Su tragedia fue que aquellos días de felicidad le abrieron una ventana incómoda, le dejaron ver que su vida, tal como él la estaba viviendo era un completo desierto. Por eso las cosas no volvieron a ser iguales. Por eso a veces se estremece y le recorre una sensación de tristeza cuando algo le recuerda aquellos días que fueron felices.