Hace unos años sorprendió en la prensa una medida de las autoridades educativas norteamericanas que excluyeron de sus listas de lectura en las escuelas un libro emblemático. Se eliminaba “El Guardián en el centeno”, dijeron, porque no aborda el tema de las minorías, ni tiene un mensaje constructivo para la igualdad o la mejora de la sociedad. Yo no voy a criticar nunca una medida como esa. De hecho la aplaudo, creo que ahora que “El guardian en el centeno” ha dejado de ser una lectura obligatoria, ocupará el puesto que se merece, una lectura furtiva que cada escolar tendrá que descubrir por sí mismo, no por obligación de un profesor, sino por un soplo de un compañero que se lo pasó bien, o que la encontró escondida en la librería de su casa.
La literatura moralmente correcta me apesta. Ya tenemos la biblia y las éticas para cumplir con nuestras obligaciones. Deberíamos reclamar el derecho a no ser buenos ni honestos en algún recóndito lugar de nuestras conciencias. Y en ese espacio es donde entra la literatura, la buena, quiero decir, como Sallinger.
El libro de Trapiello tiene un arranque salvaje, de la mejor literatura, un tiempo medio que habla de amor, y que es perdonable porque todos los autores tienen ganas de hablar de un tema como este, y tiene un final espantoso que habla de la justicia que no se ha hecho en la democracia española porque los culpables no pagaron sus delitos en nombre de una pacífica transición.
En esa primera parte inolvidable, el escritor de novela policiaca, Paco Cortés, recibe una visita, y el personaje que crea en su imaginación también. Cortés vive a medias en la realidad y en la transformación de la realidad. Y esas dos claves disparan el relato como un fuego de artificio. En el café comercial reúne a unos amigos de la novela policiaca que usan seudónimos de sus autores favoritos, por lo que hay un Poe, una Miss Marple o un Padre Brown. El último es un cura, y todos los seudónimos tienen relación con la persona.
Un arranque soberbio, creaciones y realidad, personas y personajes. Hubiera bastado dejarse llevar por los mil paralelismos que ofrece para hacer un final soberbio, pero hemos de agradecer a Trapiello que su miedo a la imaginación le hiciera ser un buen ciudadano. No me cabe duda que ha conseguido un libro tan aceptable que hasta puede que lo conviertan en lectura obligatoria de las escuelas. En otras palabras, en ejemplo de literatura del montón, no como Sallinger.
Andrés Trapiello.
Los amigos del crimen perfecto.