Los biblioclastas más famosos son quizá los nazis que quemaron libros por su origen judío. En la guerra civil española desaparecieron ediciones irrecuperables. Santo Domingo de Guzmán o el cardenal Cisneros mandaron a la hoguera muchos libros musulmanes con su celo inquisidor. El arzobispo Zumarraga es el responsable de la quema de muchos códices mayas y aztecas de los que hoy quedan tan pocos.
Remontándonos en el tiempo el rey babilonio Nabonasar hizo destruir hacia el 747 todas las historias de dinastías que le habían precedido. Parecido afán animó al emperador chino Ts’in Shihuangti (213 a. de C.) a quemar los libros de sus predecesores y a perseguir a quienes los guardaban. El mismo emperador inició la construcción de la gran muralla china.
En el mundo de la ficción, Bradbury imagina en Farenheit 451 un mundo donde todos los libros han sido quemados y sólo sobreviven en el recuerdo de algunos individuos. En Un mundo Feliz, de Aldous Huxley se han suprimido los libros y las flores.
Francisco Mendoza habla con horror de todos estos monstruos enemigos del libro, junto a otros como los que dejan restos de comida o sudor en un incunable o los que apuntan en él una cuenta de sus ventas. Yo me creía un bibliófilo hasta que leí esta colección de manías algo hipocondríacas. Como en todas las historias, también en esta los malos de la película son más interesantes que los laboriosos conservadores de libros.
Francisco Mendoza Díaz-Maroto. La pasión por los libros.
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