Los ilustrados quisieron sacar a España de su estancamiento y convertirla en una nación moderna. Actuaron sin precaución, persuadidos de que la voluntad del poder bastaría para imponer los cambios deseados. Despreciaron a la muchedumbre, grosera e ignorante; se esforzaron sinceramente por asegurar el bienestar y la felicidad del pueblo, pero sin el pueblo, y si era preciso, en contra del pueblo. Unas medidas autoritarias y torpes produjeron una ruptura entre una parte de la élite y el pueblo. La querella del teatro ilustra la dimensión del malentendido. Los reformistas otorgaban mucho interés al teatro. El teatro tiene una gran utilidad social, escribió Campomanes en 1766; bajo el pretexto de divertir, permitía al gobierno inculcar en los espectadores, a través de los actores, lecciones de virtud y de civismo. Ahora bien, el teatro, en España y más especialmente en Madrid, era una diversión popular. Los dramaturgos españoles sacrificaban el análisis psicológico en favor de la intriga que debía mantener al espectador interesado hasta el desenlace; multiplicaban las intrigas; les gustaban los efectos escénicos y la tramoya. Este tipo de teatro horripilaba a los reformistas, que lo encontraban de mal gusto y sin interés desde el punto de vista social. Querían sustituirlo por un teatro más acorde con las reglas y más pedagógico. Desgraciadamente, este tipo de teatro dejó indiferente al gran público, que prefería las obras espectaculares o las zarzuelas. En 1765 el gobierno decidió intervenir. Un decreto prohibió los autos sacramentales, aquellas obras sobre el Santísimo Sacramento que se representaban con ocasión de la fiesta del Corpus. Más allá de los autos, el objetivo era el teatro popular. Lo que se reprochaba a aquel teatro era ante todo que reflejaba y reafirmaba una ética que a primera vista aparecía como la negación del conjunto de valores predicados por la élite «ilustrada». Las reformas planteadas y los métodos utilizados para ponerlas en práctica chocaron con muchas de las situaciones dadas. Empezó entonces a desarrollarse una tendencia que Ortega y Gasset definió como plebeya: en la España del siglo XVIII, por una sorprendente subversión de los valores, un sector de las clases dirigentes se entusiasmó con las costumbres populares. El fenómeno se presenta bajo tres aspectos: los majos, los toros y el espejismo andaluz.
La discusión no ha cambiado tanto desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Creo que si hubiera vivido en esa época yo hubiera defendido los toros y el espejismo andaluz, aunque solo fuera por escapar del tufo moralizante del teatro ilustrado.
Historia de España. Julio Valdeón, Joseph Pérez, Santos Juliá.
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