Chesterton fue católico, Chesterton creyó en la Edad Media de los prerrafaelistas (Of London, small and white, and clean), Chesterton pensó, como Whitman, que el mero hecho de ser es tan prodigioso que ninguna desventura debe eximirnos de una suerte de cómica gratitud. Tales creencias pueden ser justas, pero el interés que promueven es limitado; suponer que agotan a Chesterton es olvidar que un credo es el último término de una serie de procesos mentales y emocionales y que un hombre es toda la serie. En este país, los católicos exaltan a Chesterton, los librepensadores lo niegan. Como todo escritor que profesa un credo, Chesterton es juzgado por él, es reprobado o aclamado por él. Su caso es parecido al de Kipling, a quien siempre lo juzgan en función del Imperio Británico.
Borges. “Otras Inquisiciones” 1952.
Triste destino el de Borges, verse condenado a la misma pena que no quiso para los demás. Creo que ningún autor en lengua castellana se merecía un premio Nobel como Borges. También sé que tenía escasas posibilidades de recibirlo por su posicionamiento político. La academia sueca le juzgó por su credo, no por toda la serie de procesos mentales y emocionales que era él, una de las grandes individualidades de la literatura del siglo XX.
En la última tertulia de El Farolillo Rojo anoté que no me parecía “una charla de taberna”. Pero no encontré una explicación para diferenciar la charla de taberna de algo especial como una tertulia. Borges me da las palabras. La tertulia es el lugar donde queremos saber que camino ha recorrido el otro, no su punto de llegada. Queremos saber las vivencias, no la bandera. Sabemos que en cada uno de los que se sienta a compartir hay un pasado, un mundo de lecturas, de emoción, de tensión. Queremos oírle, no juzgarle, queremos conocer, no etiquetar.
Dice el proverbio indio que no se debe juzgar a un hombre sin haber caminado diez millas con sus mocasines. Dice Antonio Costa, en su último artículo, que no vale un resumen de dos líneas de Ana Karenina para lo que llevó una vida entera escribir, dice, citando a Jasmina Tesanovic, que la política es idiota porque simplifica y polariza. Dicen los buenos profesores de ciencias que no les interesa el número, o la solución, al final del problema, que quieren conocer los procesos mentales que han llevado a ese guarismo.
Una vez oí decir a un profesor de un taller de literatura después de una clase, tomando unas cervezas: “yo jamás aceptaría un amigo que tuviera esa posición ideológica.” Quizá pensó, igual que Sartre, que la literatura no es inocente, que es un arma en manos de una clase social, y que solo puede existir desde un compromiso, desde una determinada conclusión, desde un juicio, desde un resultado del problema, desde una bandera. Yo solo sé que por un momento, oyendo a aquel profesor de un taller de relato carísimo, pensé que no estaba dentro de una tertulia. Sentí que estaba en una taberna.
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