Jean-Paul Didierlaurent.
El lector del tren de las 6.27.
Seix Barral, 2015
Hace tiempo, una profesora de un curso de creación de relatos, nos puso de tarea anotar tres personajes que se nos ocurrieran por la calle, tres lugares y tres situaciones. Didierlaurent ha hecho un ejercicio parecido con media docena. El reto consistía en hacerlos converger en algún punto de la trama. Yo no supe unir a un portero argentino con un cerrajero. Didierlaurent tampoco sale airoso. Él eligió un trabajador de una trituradora de libros, varios compañeros, uno que habla en alejandrinos, otro que perdió las piernas. El protagonista lee en el cercanías trozos que rescata de la cosa (la trituradora); hay dos señoras mayores que lo invitan a leer en una residencia, también un anciano que pasea su perro moribundo, y un pez rojo. La musa se deja olvidado su pendrive y Guibrando la reconstruye leyendo sus textos. Pienso que Didierlaurent es demasiado esclavo de la necesidad de sorprender. No sé si la cultura francesa tiene algo, pienso en Amèlie, que la invita a caer en este tipo de ensoñaciones, o que las hace tolerables a sus lectores.
Sobre el romanticismo
Los caracteres imaginativos, como el mío, nos piramos por la palabra, por las historias. El romántico va un punto más allá. Lleva las historias a un grado de esperanza que asusta a mis correligionarios. Por ejemplo, me gusta lo fortuito de los encuentros de Amelie con el chico del sex-shop, y con el trabajador de los fotomatones, pero me asusta las expectativas que pone en el primero. Me interesa la fascinación que Guibrando pone en la trabajadora de los lavabos, pero no entiendo la ilusión que pone en verla.
Es una cuestión de príncipes azules. Los románticos acaban las historias cuando se conocen o se dan un beso. Los escuchadores, o imaginativos, como nos llama Litvinoff, ponemos el oído en el momento en que se conocen. Para nosotros ése siempre es el primer acto.
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