El rasgo más remarcable de esta guía del cine es su presentación. Cada hoja muestra una cara con un póster de la película y una crítica en la otra. Su mejor baza es el gran número de redactores, de los cuales sólo me era familiar Manolo Marinero que escribe para el suplemento de El Mundo, Metrópoli.
Así pues a pesar de la variedad de autores hay una característica común, la extensión. Discrepo de casi todo lo que leo, no tanto en el veredicto, que me importa poco, como en el énfasis. Son subrayables por la información que aportan la de “Billy Elliot”, “La habitación del hijo”, “Harri, un amigo que os quiere”.
Azucena Merino hace una enumeración estúpida para hablar de una película no menos estúpida que es “Lucía y el sexo.” Mi pregunta es si la tal Azucena no era capaz de más, o si bien llegó la conclusión de que una obra sin pies ni cabeza requiere un comentario a su altura.
Jacinto Uceda pone “El planeta de los simios” en lugar exacto que le corresponde porque es más capaz que yo de refrenar su mala leche.
El mérito de Hilario J. Rodríguez es haber hecho una crítica de “Silencio roto” más interesante que la película. Esa pirueta que intenta de nuevo en ese envase vacío que se llama “Tigre y dragón”, no se sale con la suya.
Juan Miguel Perea no ha apreciado el verdadero valor del cine cuando le toca comentar “Visionarios”. Espero que la posteridad haga más justicia a esta película que sus contemporáneos.
Rentero. Todos los estrenos de 2001.
sábado, 12 de enero de 2002
martes, 1 de enero de 2002
Pero ¿existe el buen gusto?
Según Guelbenzu, el lector de hoy tiene mal criterio. Sus opiniones literarias no son buenas. También dice que este lector malcriado prefiere la anécdota al sentido. (Parece que Guelbenzu no hubiera leído a Baroja que se limitó a apilar anécdotas).
Yo, de momento, defiendo el hedonismo, defiendo a Grisham y a Clancy para todos los que disfruten con ello. No creo en la literatura como obligación o como elevación, sino como un lodo en el que revolcarme. Lo que ocurre es que yo flipo con Clarín y con El viaje a la Alcarria de Cela, y me aburren bastante las series de volúmenes con un mismo protagonista.
Hasta cierto punto puedo entender lo que dice: una opinión sobre Dickens puede ser atinada y otra no. En el terreno de la crítica eso es frecuente. Pero en el terreno del gusto ya no tanto. Por ejemplo ¿es más válida mi experiencia de la muerte de un ser querido que la de otro individuo? ¿es más elevado mi enamoramiento que el de mi vecino? Las opiniones, o los criterios, como operaciones intelectuales, pueden ser mejores o peores. Pero la literatura tiene un alto componente de emoción, o de placer, y medir eso me parece poco serio.
En otras palabras, no creo en el mal lector. Como tampoco me creo que la televisión que vemos sea basura, por la sencilla razón de que le gusta a millones de personas. Muchos de esos espectadores dicen, después de largas horas que lo que ven es malo. Imagino a algunos viéndolo a hurtadillas. Un producto que alguien tiene que ver a escondidas jamás puede ser malo. Malo es lo que uno está obligado a decir que le gusta después de horas de sopor aguantándolo; al menos, desde un punto de vista literario, o desde mi punto de vista. O sea desde el punto de vista de lo que Guelbenzu llamaría “un mal lector”.
José María Guelbenzu. La decadencia del lector. EL PAÍS | 06-02-2004
Yo, de momento, defiendo el hedonismo, defiendo a Grisham y a Clancy para todos los que disfruten con ello. No creo en la literatura como obligación o como elevación, sino como un lodo en el que revolcarme. Lo que ocurre es que yo flipo con Clarín y con El viaje a la Alcarria de Cela, y me aburren bastante las series de volúmenes con un mismo protagonista.
- Una de las rémoras de la democrada súbita es que se confunde con harta frecuencia la opinión con el criterio. Opinión tiene cualquiera, pero una opinión que no se funda en un criterio no pasa de ser una inconsecuencia. El criterio se adquiere como se adquiere el conocimiento: por la experiencia y el estudio. En otras palabras: no todas las opiniones son igual de válidas, del mismo modo que el lema “un hombre un voto” sólo vale para votar, no para tener razón.
Hasta cierto punto puedo entender lo que dice: una opinión sobre Dickens puede ser atinada y otra no. En el terreno de la crítica eso es frecuente. Pero en el terreno del gusto ya no tanto. Por ejemplo ¿es más válida mi experiencia de la muerte de un ser querido que la de otro individuo? ¿es más elevado mi enamoramiento que el de mi vecino? Las opiniones, o los criterios, como operaciones intelectuales, pueden ser mejores o peores. Pero la literatura tiene un alto componente de emoción, o de placer, y medir eso me parece poco serio.
En otras palabras, no creo en el mal lector. Como tampoco me creo que la televisión que vemos sea basura, por la sencilla razón de que le gusta a millones de personas. Muchos de esos espectadores dicen, después de largas horas que lo que ven es malo. Imagino a algunos viéndolo a hurtadillas. Un producto que alguien tiene que ver a escondidas jamás puede ser malo. Malo es lo que uno está obligado a decir que le gusta después de horas de sopor aguantándolo; al menos, desde un punto de vista literario, o desde mi punto de vista. O sea desde el punto de vista de lo que Guelbenzu llamaría “un mal lector”.
José María Guelbenzu. La decadencia del lector. EL PAÍS | 06-02-2004
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