jueves, 14 de febrero de 2002

Digresiones

El laberinto de las aceitunasMendoza apuesta, igual que Sallinger por la digresión, lo hace con tanta fortuna que leer a Mendoza es leer sus salidas de tono. En la prosa de este autor importa menos el fin o el contenido que la ocurrencia o los ambages. Hay que leer a Mendoza para olvidarse del tema que nos propone y perderse con él en los recovecos de sus digresiones.

El héroe de "El laberinto de las aceitunas", cuyo nombre no ha aparecido aún, empezó sus andanzas en "El misterio de la cripta embrujada", y las continúa en "La aventura del tocador de señoras". Cada obra aumenta considerablemente el número de páginas de la anterior y reduce las sorpresas.

El humor es especialmente agudo cuando escuchamos a personajes vulgares se expresan con riqueza gongorina. Mendoza no se ríe de ellos sino que les deja hablar, son ellos quienes se ríen de si mismos.

Esta es la única escena de amor del relato:

Fui tras ella hasta el dormitorio, más pendiente de ahuecar el ala sin dilación que de lo que allí pudiera haber de pertinente al caso y, he aquí que, apenas hube traspuesto el umbral del íntimo aposento, la Emilia, con una rapidez y una coordinación de movimientos que ahora, al despiadado foco a que la memoria somete los más remotos, fugaces y, en su día, imperceptibles instantes del pasado, quiero atribuir a un talento natural y no a una larga práctica, cerró la puerta con el talón, me dio un empujón con la palma de la mano derecha que me hizo caer de bruces en la cama y tiró con la izquierda del elástico de los calzoncillos con tal fuerza que éstos, que ya distaban de ser flamantes el día que me fueron regalados por un paciente del sanatorio que, al serle dada el alta, tuvo el gesto magnánimo de obsequiar a quienes habíamos acudido a la reja a despedirle con sus escasas posesiones y salió desnudo a la calle, donde fue al punto detenido e internado nuevamente, perdiendo así, en virtud de un solo acto, la libertad, el ajuar y, de paso, la magnanimidad, se rasgaron como velamen que amarrado al mástil deshace la galerna, dejándome desnudo, que no desarbolado. Mas no terminó con eso el episodio, cosa que, por lo demás, lo habría hecho inexplicable, sino que, no bien me hube revuelto en el colchón tratando, si no de averiguar la causa o el propósito de la agresión, sí al menos de rechazarla, la Emilia, que se había desprendido de parte de sus ropas con una celeridad que sigo negándome a imputar a la costumbre, se me vino encima, me estrechó entre sus brazos, no sé si en un arranque de pasión o para impedir que le siguiera dando los puñetazos que yo le propinaba convencido, en mi desconfianza y bajeza, de que una mujer que se arroja sobre mí habiéndome visto el físico y conociendo la situación real de mis finanzas necesariamente ha de hacerlo con dañinas intenciones, y me convirtió en sujeto pasivo al principio, activo luego y ruidoso siempre de actos que no describiré, porque opino que los libros han de ser escuela de virtudes, porque no creo que el lector necesite más datos para hacerse cargo de lo que allí advino y porque, si a estas alturas todavía no se da por enterado, será mejor que cierre el libro y acuda a una casa, cuya dirección le puedo proporcionar, donde por una suma razonable le satisfarán su curiosidad y otras apetencias de mucha más baja índole. Tras lo cual, y habiendo encontrado la Emilia en el cajón de la mesilla de noche un paquete de cigarrillos, fumamos.

El Laberinto de las aceitunas
Eduardo Mendoza