lunes, 1 de diciembre de 2003

El escritor y el ensayista

En 1974, Benet respondió a una entrevista en México donde había ido a pasar tres días por su trabajo de ingeniero.

¿Inventó Región por una necesidad de representar de alguna manera una realidad española, como una especie de concentrado de su propia experiencia o, más bien, por tener un mundo propio donde ser amo y señor?

–Es difícil fijar las causas y, a lo mejor, no importa demasiado. En verdad, el invento fue para sentirme cómodo, para hacer lo que quisiera, sin limitaciones ni prescripciones, para pintar las cosas como me diera la gana. Si en lugar de Región lo hubiera llamado León o Granada tendría que haberme circunscrito a determinados elementos o pintar lo que mis ojos veían. Para exagerar era mejor inventar.

Sus cosas se leen con mucho gusto, parece que tuvieran una especie de música del relato y, sin embargo, es como si usted mismo no estuviera seguro de lo que está contando.

–Así es. Nunca sé qué es lo que está pasando. Nunca sé nada. Hay gente que me pregunta: «Pero, oye, ¿este sujeto era hijo de aquella fulana que aparecía en tal lugar?», y yo contesto que no sé. Responder de otra forma sería deshonesto. Una cosa es, digamos, ocultación y disimulo y máscara, y otra no saber tu rostro. No soy omnisciente; omniscientes eran los del siglo xix, donde el señor Zola presumía de saber cómo estaba constituido París.

En sus novelas está ausente la explicación del personaje.

–Lo que me interesa no es el personaje sino el enigma del personaje, el drama y no la calle. Digamos: el personaje visto como portador del enigma. Retratar bien su manera de hablar, pintar sus costumbres; que sea más o menos epónimo de un tipo de la sociedad, eso me importa poco o nada.

Hablemos de modo más concreto de su experiencia como novelista y de su experiencia como ensayista.

–El approach en una y otra es distinto. En cierto modo, como novelista o como narrador tienes que dejar las cosas fuera, tienes que darles una forma –externa, por decirlo así– donde haya una zona de claroscuro en la que esté vedado el explicar. Eso es la textura y el colorido. Y además tienes que hacer una extraña sucesión de hechos de los cuales unos pasan a las páginas y otros los eliminas. Eso te da una composición, un conjunto, que tú no sabes demasiado bien por qué es así. No puede funcionar con procedimientos analíticos. La composición sistemática como la quería Poe es imposible.

Poe es un extremo.

–Pero fue el que lo dijo. Lo cierto es que allí las reglas no están dadas. Mientras que cuando se es ensayista, o cuando yo soy ensayista, quiero explicitarlo todo. Quiero explicarlo metiéndome dentro y haciendo todas las dicotomías necesarias, estudiando por arriba y por abajo y no conformándome con la forma externa que se me ha dado. En cierto modo, el narrador crea un cuerpo sano o, por lo menos, algo que goza de una cierta salud externa cuya concentración basta para el trato con ella. El ensayista, por su parte, es un médico: tiene que buscar dónde hay una enfermedad, un vicio, o dónde está la constitución anatómica de ese sujeto, es decir, por qué eso es así y no de otra manera. Hay algo muy claro: una cosa es conformarse con el enigma y otra tratar de desvelarlo, de abrirlo. Y eso, tanto el telquelista como el escritor francés, lo quieren combinar en una sola cosa. Quieren mantener a la literatura como una especie de misterio permanente pero, al mismo tiempo, desvencijarla. Todo individuo que ejerza en una dirección o en otra tiene una mentalidad o un aspecto de su personalidad creador y otro crítico, pero cuando se decide a hacer creación –sea con la máquina de escribir, sea con los pinceles, sea con cualquier otra cosa– debe divorciarse del aspecto crítico, distanciarse.

No hay psicología. Es como si la hubiera desterrado.

–No la hay. Las explicaciones concausológicas no me interesan. La psicología es un mal, un escenario en el fondo, porque se cree que mediante los juegos corpóreos se da una cierta profundidad. Lo contrario es lo cierto: la escena llena de enigmas es la que tiene profundidad y donde uno puede moverse a gusto. Allí se ve, además, la tridimensionalidad de la literatura.