lunes, 1 de marzo de 2004

Cómo evitar un terremoto

Como el metro está lleno de bocas, no me costó imaginar que se trataba de un monstruo mitológico, sediento de cuerpos, al que había que sacrificar diariamente cientos de miles de doncellas y de jóvenes que, como yo, se introducían sumisamente entre sus fauces para calmar su ira. Si le das un sentido a lo que haces, cuesta menos llevarlo a cabo, por doloroso que sea. Yo estoy harto de montar en metro, y de ir a la oficina a ganarme la vida. La verdad es que estoy harto de todo, también de la existencia; por eso imagino cosas que no son, para soportar la existencia, que es un valle de lágrimas, un destierro, aunque no sepamos de qué clase de patria hemos sido expulsados, sobre todo los que no hemos hecho nada. Así que esa mañana imaginé que el metro era un monstruo mitológico, ya digo, con un estómago tan grande que necesitaba una boca en cada barrio para calmar su sed de cuerpos.

En cuanto a mí, me hice a la idea de que era una croqueta de jamón y me dejé devorar por la boca de Canillejas a las siete de la mañana. Las magnitudes de aquellas fauces eran impresionantes, pero el monstruo debía de ser muy viejo, o quizá necesitaba una limpieza de boca: miraras donde miraras, sólo veías sarro, sarro por todas partes. Yo creí que los monstruos mitológicos eran más limpios, la verdad. Recuerdo que iba junto a otros cientos de croquetas, que habían sido engullidas de un solo bocado por aquella bestia insaciable, cuando vi a mi lado a una chica de diecisiete o dieciocho años que me conmovió mucho; era preciosa, de película, digna de ser sacrificada a un dios y no a aquella por quería de animal desdentado y con halitosis. Descendíamos hacia el estómago a toda velocidad, lo noté porque las paredes agrietadas de esa zona segregaban jugos digestivos, aunque el funcionamiento de las glándulas secretoras era tan deficiente que parecían goteras. Con un poco de imaginación, podías hacerte a la idea de que en lugar de encontrarte en las entrañas de un gigante, estabas debajo de la tierra, en el metro, por ejemplo, de camino a la oficina.



Así que cerré los ojos y comencé a visualizar en mi interior un vagón al tiempo que repetía mental mente: "estoy en el metro, en el metro, en el metro, en el metro...". La letanía empezó a funcionar, y al poco me convencí de que los movimientos peristálticos y antiperistálticos del intestino que nos digería eran en realidad las sacudidas normales de un convoy lleno de pasajeros. No lo hice por mí, a mí no me importa ser devorado, he nacido para eso, para que me devoren, pero sentía una piedad muy especial por aquella chica y preferí pensar que en lugar de estar siendo digerida, se dirigía a una acádemía.

Al llegar a Ópera, el proceso digestivo cesó y fuimos expulsados al exterior al mismo tiempo; yo debía de tener un aspecto espantoso, de vergüenza, pero ella continuaba intacta a pesar de la cantidad de bilis que el hígado de la bestia nos había arrojado por encima. Sin duda, se trataba de una diosa mitológica. Lo sé porque desde aquel día veo cómo es tragada por la boca del monstruo en Canillejas, a las siete, y la sigo hasta Ópera, donde desciende intacta media hora más tarde, como si, en lugar de salir de un aparato digestivo, surgiera de una concha marina. Yo continúo dejándome comer, porque sé que si el monstruo nota un día mi ausencia, se incorporará furioso desde las profundidades en las que habita, rompiendo el pavimento al juntar todas sus cabezas. Es lo que técnicamente se llama un terremoto, un terremoto que gente como yo y como mi diosa mitológica logramos evitar día a día ofreciéndonos a la bestia en Canillejas, aunque aliviamos la digestión imaginando que en realidad se trata de un medio de transporte en el que nos dirigimos a ganarnos la vida.

Juan José Millás. Cuentos.
Foto de Francesc Català-Roca. "Azafata saliendo del metro en la Gran Vía."