lunes, 9 de noviembre de 2009

HTML



Él trabajaba en la sección digital de El País. Se encargaba de actualizar la web cada día a las cinco de la mañana. Llevaba trabajando con la empresa desde que arrancó la publicación en Internet y conocía bien el programa.

Ella hizo la carrera de periodismo. Tenía un amigo que le buscó un puesto en el departamento de maquetación de un diario local y al final dejó la información por la maquetación. Acabó trabajando para la web de Magefesa.

Los dos vivían a más de seiscientos kilómetros de distancia pero se conoceron en un curso de HTML para diseñadores. Se tomaron unas cervezas juntos en la cafetería del hotel donde se celebraba el seminario y la última en un pub solitario que había enfrente. Él no pisó su habitación. Cuando ella se despertó se encontró su cepillo de dientes junto al de ella en su vaso de enjuague. Le hizo gracia lo mal que él lo limpiaba. En la base le iba creciendo una capa de dentífrico que parecía querer escalar hasta la copa de las celdas.

En aquella época, las páginas se diseñaban con HTML. Este lenguaje organizaba la información en tablas de texto que los lectores no veían y los navegadores tardaban siglos en descifrar. La web se agilizó años más tarde cuando se extendió el uso de CSS, que unificaba todas las páginas en una sola plantilla. Las tablas desaparecieron a favor de los estilos y los valores que eran mucho más fáciles de leer para los programas de navegación.

Hay una etiqueta que no cambió con el paso de un lenguaje a otro, la de los comentarios de los programadores. A veces, un programador necesita organizar para sí mismo el cúmulo de datos que ofrece el código de la página o bien hacer especificaciones. Son textos que ningún visitante de la página puede leer. Se insertan detrás de un signo de exclamación y un guión y se cierran con otro guión, y el navegador pasa de largo cuando encuentra una de estas etiquetas.

Después de aquel encuentro, él empezó a usarlas para escribirle cosas dulces, y bromas. Y más adelante frases de amor incendiadas. Lo hacía cada lunes y cada lunes ella entraba en el código fuente de El País y leía emocionada los mensajes. Y mientras los lectores abrían la página de El País para saber que había ocurrido en Kosovo, ella entraba para llenarse de pasión. Aquello duró más de un año.

Es cierto que podría haberle escrito emails, pero los dos sentían algo especial sabiendo que su pasión era descargada cada lunes por miles de internautas. Para él era una sensación de amor y locura. Tenía un buen trabajo y lo ponía en juego cada semana. Se sentía en medio de un frenesí y de una ruleta rusa. Para ella era la sensación de estar haciendo algo íntimo delante de miles de miradas que no podían verles. Era como hacer el amor en un vagón de tren lleno de invidentes.

Una tarde de un mes de diciembre, un programador aficionado copió el código fuente de la web de El País para hacerse su propia página y descubrió uno de los mensajes. A él lo pusieron de patitas en la calle con una resolución de despido justificado. Y la historia sirvió de excusa a un programa famoso del corazón para un par de chascarrillos.

Ellos salieron ganando con el cambio. Él buscó trabajo en la ciudad de ella. Dejó la maquetación y se dedicó a la programación que era lo que de verdad le gustaba. Una mañana, mirando el cepillo de él, se sintió como si ella fuera una de aquellas celdas que veía como el dentífrico subía más y más hasta quedar sepultada debajo.

Al cabo de una semana él se fue de su casa, pero no cambió de ciudad. Había encontrado un buen trabajo y además le daba pereza volver a empezar de cero. A veces se encuentran por la calle y se saludan. Tienen poco que contarse y se detienen sólo unos segundos.

No hay comentarios: