En Estados Unidos la red social de kedadas se llama meet up. Hay cientos de quedadas en cada ciudad cada día. Los desconocidos quedan para jugar al monopoly, para speed date, para caminar, para bailar, y para hablar de literatura.
Las tertulias culturales son temprano y nunca duran más de dos horas. El organizador pone una hora para acabar, y nadie se queda mucho más allá. Fui a tertulias de tres a cinco, de cinco a siete; la más tardía empezó a las siete.
El americano tiene un punto comedido que le asemeja al británico. No pone gran emoción en sus exposiciones y está encantado de ceder la palabra. Es difícil que haya una estrella en una tertulia; nadie quiere llamar mucho la atención. También es difícil que alguien se quede callado a menos que quiera quedarse callado. Se invita siempre a participar al que menos ha hablado, y nadie le interrumpe. Es como si cuanto más rato está en silencio, más puntos acumula el contertulio para su intervención. Se escucha más al que más ha escuchado.
Las tertulias son tan variadas que hay una cierta especialización. Fui a tertulias de creadores que querían opiniones sobre sus escritos. Para no perder tiempo dejaban el texto publicado en la web de meet up y no se leía en público. También había quedadas de lecturas, donde se programaban libros para comentar. La tertulia de comedia explotaba solo el aspecto humorístico de los textos y no se hablaba de ningún elemento de estilo que no estuviera al servicio de ese objetivo. En la tertulia de Arlington Writers se abordaba un enfoque cada semana, en una se leían textos, en otra se hacían ejercios, y en la que yo asistí, los profesionales explicaron a los principiantes como se entraba en el mundo editorial. Mi tertulia favorita era la tertulia de filosofía. El marco del patio interior del Smithsonian de Foster acogía un grupo variopinto, especialmente de científicos que hablaban de "dead philosophers". Tenían un sesgo americano de entender la filosofía, eran prágmáticos y liberales, aceptaban otras creencias y daban la sensación de aprovechar intelectualmente aquellas dos horas de domingo.
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