Una noche de verano, sentado en terrazas, parecía más fértil que muchas de invierno encerrado en casa. Discutiendo con A. le dije que la única diferencia entre él y yo era la desigualdad. Para él las personas no eran iguales. Él se lo tomó como una crítica, yo lo formulé más bien como una descripción. Los amantes de la diferencia disfrutan hablando del otro con cierto orgullo, los amantes de la igualdad lo hacen con humor, pero cada uno, a su manera, tiene su risa de placer.
Por la mañana, el sábado se despertó fresco. Me vino a la cabeza la conversación y también la de mi anfitrión americano que llamaba a Canadá su jardín. El jardín de América. Cuando hizo esa analogía con la casa yo me imaginé el resto de las dependencias y pensé que parte era España. ¿Eramos el retrete? pensé con desconfianza. Pero en realidad no hacía falta, ellos ya habían puesto un nombre al mundo hispano, el patio trasero era un término que resumía todo.
Cada país se confecciona su identidad a partir de sus conflictos. La española viene de una guerra civil, luchar contra uno mismo nos hace complejos, pero la americana es muy clara, ellos son los que derrotaron el nazismo y salvaron a los judíos del holocausto. El nazismo quiso convertir el mundo en una pirámide de estratos y razas con la aria en la cúspide, y los americanos nos salvaron de un mundo atroz.
Antes de volver a casa pensé que menudos salvadores al fin y al cabo. Porque habíamos vuelto a la misma pirámide pero con nombres de habitaciones. Si el mundo iba a ser gobernado de esta manera, daba igual que ganaran ellos o que hubieran ganado los otros. Pensé que quizá, solo quizá, el igualitarismo era una forma de llamar a las cosas, pero que al fin y al cabo, un patio trasero, siempre sería un patio trasero.
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