Darcy no es responsable del humor y el encanto imperecederos de la novela, pero sí de su reiterada y arrolladura capacidad para conmover. Elizabeth desecha sus prejuicios sin dificultad: todo lo que necesita es que le expongan claramente los hechos. En cambio, que Darcy pierda su orgullo exige un cambio radical, la diferencia entre su primera declaración amorosa («En vano he luchado») y la segunda («Eres demasiado generosa para jugar conmigo»). Arreglar el asunto de Lydia, además de costarle algún dinero, ha obligado a Darcy a bajar de su pedestal y verse envuelto en el caos que forman los miedos y los deseos desenfrenados, una zona en la que Jane Austen tiene miedo de perderse, aunque sólo sea con la imaginación. El capítulo final nos muestra el extraordinario espectáculo de ver que Darcy ofrece su mansión, y sus brazos abiertos, a los tíos de Elizabeth, que son comerciantes. Darcy, escribe Jane Austen, «llegó a cogerles verdadero afecto». Ésta es la mayor y más romántica extravagancia en toda la obra de la escritora: que un hombre como el señor Darcy pierda su orgullo, adquiera una nueva profundidad espiritual y se democratice gracias al amor.
Martín Amis. Atlantic Monthly, febrero de 1990. “La guerra contra el cliché”.
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