No me resulta fácil entender el odio que suscita una religión como la católica, o la cristiana. Siempre he creído que el argumento de Cristo es uno de los mejores de la historia de la literatura. Un perdedor cogido in fraganti en medio de su sedición, crucificado y ridiculizado salvajemente por unos hebreos resulta ser el gran triunfador de la historia. El gran modelo.
Este tipo de historias son buenas, también lo es la película marxista de la lucha de clases; somete toda la dura realidad a un happy end mucho mejor que el cristiano. El Nazismo es peor como película porque la traducción de la voluntad de poder que hicieron de Nietzsche no admite el sufrimiento del héroe, y sin sufrimiento del héroe (con el que se revuelta hasta el límite el cristianismo) no hay tampoco happy end.
Todas estas películas podrían haber sido maravillosas de no ser porque se hicieron religión, o bien se hicieron credo, o bien coherencia. Me importa poco el término. Lo cierto es que se volvieron monstruos. No es lo mismo llorar tres horas por la tragedia de DiCaprio en Titanic que tener que leer un capítulo de la historia en misa cada domingo durante dos mil años seguidos. Lo segundo degeneraría en guerra santa, homofobia y pedofilia, por lo menos.
La coherencia no es una virtud humana. Es una aberración, un quiste, un tumor de la inteligencia... cuando se aplica a las propias reflexiones, a los sentimientos. La existencia humana no es coherente, no es monstruosa. Está viva.
Los hombres que se toman a si mismos demasiado en serio son un peligro. Los nazis que ejecutaron su solución final pecaron de coherentes, la inquisición llevó el cristianismo hasta su extremo... racional, y los marxistas justificaron todo con su credo.
No digo que haya que hacer lo contrario. Es un peligro escribir estas líneas y encima tener razón porque corro el riesgo de ser leído por un lector coherente. Cada vez que escribo siento el peligro de tener razón y acabar, por ello sirviendo de justificación para un crimen, para una atrocidad. Es difícil de explicar. Tan difícil que quizá el humor sea la única forma de verdad admisible. No digo verdadera, perdónenme los coherentes, quise decir soportable.
miércoles, 29 de diciembre de 2010
miércoles, 14 de julio de 2010
Unos días antes

El viajero está echado, boca arriba, sobre una chaise-longue forrada de cretona. Mira, distraídamente, para el techo y deja volar libre la imaginación, que salta, como una torpe mariposa moribunda, rozando, en leves golpes, las paredes, los muebles, la lámpara encendida. Está cansado y nota un alivio grande dejando caer las piernas, como marionetas, en la primer postura que quieran encontrar.
El viajero es un hombre joven, alto, delgado. Está en mangas de camisa fumando un cigarrillo. Lleva ya varias horas sin hablar, varias horas que no tiene con quién hablar. De cuando en cuando bebe un sorbo —ni pequeño ni grande— de whisky o silba, por lo bajo, alguna cancioncilla.
En la casa todo es silencio; la familia del viajero duerme. En la calle sólo algún taxi errabundo rompe, muy de tarde en tarde, la piadosa intimidad de los serenos.
La habitación está revuelta. Sobre la mesa, cientos de cuartillas en desorden dan fe de muchas horas de trabajo. Extendidos sobre el suelo, clavados con chinchetas a las paredes, diez, doce, catorce mapas con notas y acotaciones en tinta, con fuertes trazos de lápiz rojo, con blancas banderitas sujetas con alfileres.
—Después, nada de esto sirve nunca para nada. ¡Siempre pasa igual!
A caballo de una silla duerme la chaqueta de dura pana. En la alfombra, al lado de un montón de novelas, descansan las remachadas botas de andar. Una cantimplora nueva espera su carga de espeso y saludable vino tinto. Suena en el noble, en el viejo reloj de nogal, la última campanada de una alta hora de la noche.
El viajero se levanta, pasea la habitación, pone derecho un cuadro, empuja un libro, huele unas flores. Ante un mapa de la península se para, ambas manos en los bolsillos del pantalón, las cejas casi imperceptiblemente fruncidas.
El viajero habla despacio, muy despacio, consigo mismo, en voz baja y casi como si quisiera disimular.
—Sí, la Alcarria. Debe ser un buen sitio para andar, un buen país. Luego, ya veremos; a lo mejor no salgo más; depende.
El viajero enciende otro cigarrillo —a poco más se quema el dedo con el mixto—, se sirve otro whisky.
—La Alcarria de Guadalajara. La de Cuenca, ya no; por Cuenca puede que ande el pinar; o la Mancha, ¡quién sabe!, con sus lentos caminos.
El viajero hace un gesto con la boca.
—Y tampoco importa que me salga un poco, si me salgo. Después de todo, ¿qué más da? Nadie me obliga a nada; nadie me dice: métase por aquí, suba por allí, camine aquel ribazo, esta laderilla, esta otra vaguada tierna y de buen andar.
El viajero revuelve entre los papeles de la mesa buscando un doble decímetro. Lo encuentra, se acerca de nuevo a la pared y, con el pitillo en la boca y el entrecejo arrugado para que no se le llenen los ojos de humo, pasea la regla sobre el mapa.
—Etapas ni cortas ni largas, es el secreto. Una legua y una hora de descanso, otra legua y otra hora, y así hasta el final. Veinte o veinticinco kilómetros al día ya es una buena marcha; es pasarse las mañanas en el camino. Después, sobre el terreno, todos estos proyectos son papel mojado y las cosas salen, como pasa siempre, por donde pueden.
Busca unas notas, consulta un cuadernillo, hojea una vieja geografía, extiende sobre la mesa un plano de la región.
—Sí; sin duda alguna, las regiones naturales. Los ríos unen y las montañas separan, es la vieja sabiduría; no hay otra división que valga.
El viajero se distrae un instante y toma, de la estantería, el primer libro que alcanza: la Historia de Galicia, de don Manuel Murguía, encuadernado en rojo cartoné ya desvaído por el tiempo. No lo necesita para nada; en realidad, lo coge sin darse cuenta.
—Es gracioso este libro..., es un libro lleno de paciencia.
El viajero está medio dormido y da un par de cabezadas mientras pasa las hojas. Se despierta de nuevo del todo, cuando lee al pie de una lámina: Cromlech que existe en Pontes de García Rodríguez. Lo devuelve a su sitio y piensa que, realmente, tiene los libros bastante mal ordenados. La Historia de Galicia queda entre una Fisiología e Higiene, del bachillerato, y el The sun aiso rises, de Hemingway.
El viajero vuelve ante el mapa.
—Las ciudades las bordearé, como los buhoneros y los gitanos, igual que el jabalí y el gato garduño.
Se rasca una ceja y arruga la frente. El viajero no está muy convencido.
—O no, no las bordearé. Las ciudades hay que cruzarlas, a media tarde, cuando las señoritas salen a pasear un rato, antes del rosario.
El viajero sonríe. Tiene los ojos semicerrados, como de estar soñando.
—Bueno, ya veremos.
Se queda un rato en silencio, pensando muy confuso, muy precipitadamente. Es ya muy tarde.
—¡Qué barbaridad!
El viajero —que se cansa de golpe, igual que un pájaro herido— piensa, al final, que ya sólo falta empezar, que quizás esté dándole demasiadas vueltas en la cabeza a un viaje que se quiere hacer un poco a rumbo, un poco como el fuego en una era: a la buena de Dios y a la que salga.
De la misma botella bebe el último trago.
—No. Estas son las cuentas de la lechera; lo mejor será coger el macuto y echarse a andar.
Se desnuda, desdobla la manta de pelo, apaga la luz y se echa a dormir sobre la chaise-longue forrada de cretona.
Fuera se oye el distante golpear del chuzo contra la acera. Por las rendijas de la persiana se cuela un hilito de claridad. Pasan lentos, entumecidos, los carros de los primeros traperos. El viajero se ha dormido al tiempo de nacer el día como un pollo que sale, un poco avergonzadamente, del derrotado y tibio cascarón.
Camilo José Cela. "Viaje a la Alcarria"
sábado, 5 de junio de 2010
Millás habla de economía
(Y deja por una vez sus metáforas biológicas)
El País. Viernes, 4 de junio.
A ver si lo hemos entendido bien: tenemos, como reino y como individuos, una deuda que nuestros acreedores desconfían de cobrar. Es cierto que nos prestaron el dinero sin exigir garantías, como si buscaran, justamente, lo que está sucediendo, pero eso ahora no importa. Lo que importa es que los prestamistas, preocupados de súbito por nuestra insolvencia, envían a sus matones financieros con el siguiente mensaje: reduzcan, para pagar lo que nos deben, su nivel de vida o les rompemos las piernas. Como ya hemos visto otros países con las piernas rotas, y resulta un espectáculo sobrecogedor, obedecemos sin rechistar, y a toda prisa. Menos medicinas, menos enseñanza, menos justicia, menos cheques bebés, menos leyes de dependencia, menos autopistas, menos trenes, menos pensiones, menos salario, menos indemnizaciones por despido, menos salir a cenar, menos alegrías.
Pero al ejecutar la operación advertimos con espanto que la reducción del nivel de vida que nos exigen provoca menos trabajo, menos crecimiento, menos ingresos y, por tanto, más déficit, es decir, más deuda y más dificultades para hacernos cargo de ella como personas responsables. La situación es idéntica a una de esas pesadillas en las que corres sin avanzar, caes sin caer, subes las escaleras sin llegar nunca a la azotea o, peor aún, descubriendo que la ascensión conducía al sótano. Parece que lo que buscan a toda costa nuestros prestamistas es una coartada para rompernos las piernas. La economía es una disciplina complicada, y cruel. Personalmente, no la entiendo, pero tampoco escucho nada inteligible a los expertos. ¿Dónde empezó todo? ¿Es rentable el negocio de la ruptura de piernas? ¿Quién nos ha entrampado de esta forma? ¿Sabían los políticos que nos han gobernado durante los últimos 20 años que la fiesta terminaría de este modo?
El País. Viernes, 4 de junio.
miércoles, 19 de mayo de 2010
Goles
Acertar con una novela no debería ser igual que acertar a la lotería. En la lotería un número gana, pero el anterior y el siguiente no se llevan nada. El placer de una novela es más duradero que una sola jugada. No puede ser que gane porque elige matar al protagonista en un renglón y no en el siguiente. No se puede acertar con un golpe de mano. Si no hay trabajo no me interesa. Una novela es mucho texto para regalarle la gloria al autor por un verbo transitivo.
En el cuento se puede aceptar la jugada, de hecho, en el micro relato parece que ése es el único camino. O metes gol o no sirve.
Digo esto porque no me gustan los goles de último segundo de los autores que juegan a invertir planos, realidad o autorías. No me interesan los juegos metaliterarios de Auster en Ciudad de Cristal. El protagonista se hace pasar por Auster, o sea, por el autor, e investiga un caso. El anciano al que sigue traza letras en el plano de Nueva York que coinciden con la disertación que el autor hace unos capítulos antes, sobre la Torre de Babel. No me interesan esos juegos. No me interesa saber cuantos conejos esconde el sombrero. No me quedo a leer ni una línea para averiguarlo.
Me interesa el texto, el deje, el detalle. Me interesa que usa cada personaje para dormir, o como se mueve. En ese plano, Auster sí me resulta interesante. Por eso sigo leyéndolo. Sus goles me dan un tanto igual.
Paul Auster. "City of Glass".
En el cuento se puede aceptar la jugada, de hecho, en el micro relato parece que ése es el único camino. O metes gol o no sirve.
Digo esto porque no me gustan los goles de último segundo de los autores que juegan a invertir planos, realidad o autorías. No me interesan los juegos metaliterarios de Auster en Ciudad de Cristal. El protagonista se hace pasar por Auster, o sea, por el autor, e investiga un caso. El anciano al que sigue traza letras en el plano de Nueva York que coinciden con la disertación que el autor hace unos capítulos antes, sobre la Torre de Babel. No me interesan esos juegos. No me interesa saber cuantos conejos esconde el sombrero. No me quedo a leer ni una línea para averiguarlo.
Me interesa el texto, el deje, el detalle. Me interesa que usa cada personaje para dormir, o como se mueve. En ese plano, Auster sí me resulta interesante. Por eso sigo leyéndolo. Sus goles me dan un tanto igual.
Paul Auster. "City of Glass".
domingo, 16 de mayo de 2010
Nuevos cuentistas

Los cuentos me emocionan menos que el listado de autores y el haber participado en alguna de sus tertulias. Eran un gremio y tenían dejes de gremio; se quejaban de lo mal pagada que estaba la cultura, igual que una reunión de sastres podía discutir sobre demandas sindicales del sector textil. A todos los que conocí les unía otra cosa: un gran desprecio por la cultura de masas. Todos se sentían parte de una élite. Por mi parte, siempre deseé conocer a una élite de otro tipo, a una élite que se distinguiera por cuanto añadía a lo que yo sé más que por cuanto rechazaba de lo que a mi me gusta. Quiero decir con esto que la cultura que me interesa debería ser una suma, más que una resta.
Algunos de ellos tienen blog o web. Son aquellos posteriores a 1968, claro.
Jesús Ortega (1968).
Miguel Ángel Muñoz (1970)
Pilar Adón (1971) y su web.
Andrés Neuman (1977).
Lara Moreno (1978).
Daniel Gascón (1981).
miércoles, 12 de mayo de 2010
Mr Darcy
Darcy no es responsable del humor y el encanto imperecederos de la novela, pero sí de su reiterada y arrolladura capacidad para conmover. Elizabeth desecha sus prejuicios sin dificultad: todo lo que necesita es que le expongan claramente los hechos. En cambio, que Darcy pierda su orgullo exige un cambio radical, la diferencia entre su primera declaración amorosa («En vano he luchado») y la segunda («Eres demasiado generosa para jugar conmigo»). Arreglar el asunto de Lydia, además de costarle algún dinero, ha obligado a Darcy a bajar de su pedestal y verse envuelto en el caos que forman los miedos y los deseos desenfrenados, una zona en la que Jane Austen tiene miedo de perderse, aunque sólo sea con la imaginación. El capítulo final nos muestra el extraordinario espectáculo de ver que Darcy ofrece su mansión, y sus brazos abiertos, a los tíos de Elizabeth, que son comerciantes. Darcy, escribe Jane Austen, «llegó a cogerles verdadero afecto». Ésta es la mayor y más romántica extravagancia en toda la obra de la escritora: que un hombre como el señor Darcy pierda su orgullo, adquiera una nueva profundidad espiritual y se democratice gracias al amor.
Martín Amis. Atlantic Monthly, febrero de 1990. “La guerra contra el cliché”.
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